Esta fue la mejor fórmula que el rey de Aragón don Pedro IV, conocido como el Ceremonioso, encontró para premiar a Daroca y a los darocenses por la enconada defensa que protagonizaron al abrigo de las poderosas murallas. Atrincherados tras sus almenas y merlones, los darocenses fueron los únicos aragoneses de todas las ciudades de la frontera con Castilla que rechazaron al potente ejército castellano que Pedro I, llamado el Cruel, lanzó contra Aragón entre 1361 y 1363.
Esta condición de tierra de frontera, de límite entre regiones y reinos, de paso de caminos, de encuentros y de partidas, siempre en permanente estado de alerta, ha sido la principal característica que ha marcado la historia de Daroca, una de las más hermosas y sufridas ciudades aragonesas.
Ubicada en el centro del valle del río Jiloca, eje longitudinal de las sierras Ibéricas, el único río que parte el sistema ibérico en sentido norte-sur, la ciudad Daroca fue fundada en las postrimerías del siglo VIII por árabes del Yemen que aportaron a estas tierras la religión del Islam y la cultura del cultivo de regadío. Siglos antes, en el angosto barranco que hoy ocupa la calle Mayor, hubo un poblado celtíbero.
Muy pronto, ya en el siglo IX, se convirtió en una de las medinas más importantes de la Marca Superior de al-Andalus. Por su posición central y su ubicación en una encrucijada de caminos, fue sede de los gobernadores militares que se sucedieron en el linaje de los tuyibíes, y cuna de una escuela coránica donde se formaron intelectuales de enorme prestigio. El cronista musulmán Abu ‘Abd Allah Yaqut dijo de Daroca que Llevan la nisba (nombre de procedencia geográfica) con referencia a ella un gran número de personajes ilustres. Desde esta ciudad se vertebraron las sierras Ibéricas centrales y sus valles y se conformó un centro político y comercial durante la época musulmana: Es una ciudad pequeña pero muy poblada, con abundancia de jardines y viñas; todo allí es abundante y barato, escribió al-Himyari.
El Cid, a fines del siglo XI, la sometió a parias, y allí estuvo el Campeador durante varios meses curándose de una larga enfermedad. Los musulmanes levantaron la nueva medina de Daroca al abrigo de una poderosa fortaleza, aprovechando una suave y soleada ladera, que aterrazaron adaptando el urbanismo al relieve existente y orientando las casas hacia el sur para un óptimo uso de los rayos del sol invernal. Pero la fundación tuvo tanto éxito que a lo largo del siglo XI las casas llenaron toda la ladera y se desbordaron por el fondo del barranco.
Conquistada en el mes de junio de 1120 por el rey Alfonso I de Aragón, fue dotada en 1142 de un fuero de repoblación que incluía un amplísimo territorio de casi diez mil kilómetros cuadrados y más de doscientas aldeas, entre el valle del Ebro y el sur de Teruel, y la frontera con Castilla y las tierras de Montalbán y el Maestrazgo. La villa de Daroca creció con nuevos barrios y arrabales a lo largo del siglo XII gracias a las numerosas y variadas gentes que acudieron a Daroca desde Francia, Castilla, Aragón, Navarra y Cataluña a causa de las amplias libertades que en ese fuero se contenían: «Yo, Ramón Berenguer, príncipe de Aragón, hago esta carta a los barones y pobladores de Daroca y les doy fuero para que sean libres…» Así reza uno de los párrafos del famoso fuero, un verdadero oasis de libertades en medio de una Europa feudal en la que la mayoría de los pobladores eran siervos.
Nadie fue en aquella Europa feudal tan libre como los darocenses. Fue entonces cuando se construyó el barrio de la Franquería, articulado en torno a la calle Mayor, de más de seiscientos metros de longitud y ocho de anchura, que la convierten en una de las calles medievales más amplias y monumentales de Europa. Centro político, jurídico y económico de una extensa área, Daroca fue un emporio comercial, con celebración de muy afamadas ferias que atraían a gentes de Castilla, Cataluña, Valencia y sur de Francia –hasta setenta y ocho días al año fueron feriados en los siglos XVI y XVII– y cultural, pues fue dotada de escuela eclesiástica, de gramática y de un estudio de artes. En la ciudad se ubicaron importantes talleres de pintores, escultores y orfebres, y sus capillas de música y sus músicos alcanzaron gran fama. Bartolomé Bermejo, probablemente el pintor más genial del siglo XV hispano, pintó y tuvo taller en Daroca.
Fortaleza principal del reino de Aragón, en el siglo XII como frontera ante el Islam y a partir del siglo XIII frente a Castilla, Daroca se rodeó de un amplísimo cinturón de murallas de tapial, ladrillo y piedra de casi cuatro kilómetros de extensión, con tres castillos, más de cien torreones y varias puertas, dos de ellas, la Baja y la Alta, monumentales. Dentro del recinto murado y en el arrabal exterior crecieron iglesias, monasterios y a partir del siglo XV palacios y casonas; hasta veinte iglesias, seis conventos y varias decenas de palacios y casas palaciegas llegó a contar Daroca. De todo ello conserva menos del cincuenta por ciento, pese a lo cual, esta ciudad sigue siendo una de las de más rico patrimonio monumental de Aragón.
Durante la Edad Media coexistieron en Daroca tres comunidades religiosas: la cristiana, mayoritaria y dominante, la musulmana, con una población de más de trescientos miembros que se reunían en torno a un barrio propio con su mezquita y sus servicios, y la judía, que llegó a ser la tercera aljama de Aragón en el siglo XIII.
Centro de la famosa y todavía añorada, Comunidad de aldeas de Daroca, aunque excluida de ella, fue sede en la que se celebraron Cortes del reino. La ciudad, que perdió a los judíos, expulsados en 1492, y a los moriscos, en 1610, se siguió embelleciendo en los siglos XVI y XVII con nuevos palacios y edificios. Pero fue a mediados del siglo XVI cuando los darocenses construyeron su obra más descomunal, tras quizás las murallas. Se trata de la famosa Mina, un gigantesco túnel de quinientos veinte metros de longitud, seis de anchura y siete de altura que atraviesa una montaña y que fue horadado para que las aguas de las tormentas no atravesaran el centro de la ciudad –varias veces el agua destruyó numerosas casas– y tuvieran salida al río. La Mina es probablemente la obra hidráulica más importante de la Europa moderna.
Daroca mantuvo su importancia como centro económico y cultural en los siglos XVIII y XIX, y aunque a fines del siglo XIX llegó el ferrocarril, poco a poco comenzó a perder el dinamismo de los siglos anteriores, pues no supo adaptar sus anquilosadas estructuras económicas a la nueva situación industrial que comenzaba a extenderse por Europa. No obstante, seguía manteniendo cierto prestigio artesanal y agrícola: «Es (la de Daroca) fruta excelente, y según mi paladar superior a todas», decía Francisco de Asso en 1798.
El famoso milagro de «los Corporales» –el paño con las seis hostias ensangrentadas halladas según la tradición en 1239 en el reino de Valencia y depositadas en Daroca– fue uno de los principales motivos de atracción de peregrinos, que desde el siglo XIV al menos han acudido el día del Corpus a la iglesia colegial de Santa María, donde todavía se guardan.
El siglo XX ha tenido dos momentos bien diferenciados: comenzó con grandes esperanzas, con la población aumentando gracias a la instalación de pequeñas industrias, al desarrollo de la agricultura de secano y al auge del comercio, pero desde 1940 entró en una imparable regresión demográfica, que ha provocado que Daroca entre en el siglo XXI con la cifra de habitantes más baja de su historia. Inicialmente relegada de las principales líneas de comunicación -en el siglo XIX fue la carretera entre Madrid, Zaragoza y Valencia, que se trazó por el valle del Jalón; ya en el siglo XX el ferrocarril Zaragoza-Teruel-Valencia se desvió a varios kilómetros y después se cerró el tramo Caminreal-Calatayud-, hasta la llegada de la autovía Mudéjar, Daroca, con un débil tejido industrial, con una agricultura sin modernizar, con una comarca prácticamente despoblada y olvidada, cuando no marginada por las administraciones públicas, ha ido cayendo en una acusada decadencia económica, aunque mantiene un notable potencial turístico, gracias a su monumentalidad, sin duda el principal eje de desarrollo para este siglo XXI.
Texto de José Luis Corral para la revista Aragón Rutas.